Si nos referimos al amor, casi todos hemos sufrido algún fracaso, algún sonado naufragio. La nave de dos en la que viajábamos se ha hundido sin más, o se ha ido escorando poco a poco hasta ver comprometida la seguridad de los ocupantes. A veces el otro tripulante de la nave abandonó el barco a toda prisa, a veces os hundísteis los dos en un acto estéril de cabezonería. A veces meramente la nave de dos guardaba algún insospechado polizón...
Pero, sea como fuere, hemos sobrevivido al naufragio. E inasequibles al desaliento un buen día decidimos embarcarnos otra vez.
- Quiero encontrar pareja-, decimos al enrolarnos.
Pero es inevitable que en nuestro segundo viaje, y más aún si es el tercero, o el cuarto, o el quinto, nuestro equipaje esté compuesto por los restos de anteriores naufragios que la resaca arrastró hasta nuestra orilla. Es inevitable que cuando decimos quiero encontrar pareja tengamos referentes y señales a evitar, que ante la más mínima señal de zozobra nos pongamos a la defensiva o nos montemos en el bote salvavidas.
Sin embargo, nada hay que nos diga que tras la leve tormenta que atisbamos ha de repetirse el inexorable desmenuzarse de nuestro pequeño cascarón de esperanza, que lo que parece una galerna a duras penas es un leve aguacero que antecede a una mañana soleada. Que nuestro copiloto sigue el mismo rumbo que nuestro corazón y que, en el peor de los casos, somos capaces de sobrevivir a la peor de las catástrofes, e inasequibles al desaliento, cruzar otra vez la pasarela de una nueva embarcación con nuestro sempiterno soniquete:
- Quiero encontrar pareja.
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